• domingo, 5 de agosto de 2012

    Más allá de la entrada universitaria

    Los inviernos de La Paz son sin lugar a dudas los más bellos del planeta. Cielos azules sin mácula alguna cubren la ciudad, colgada cerca a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Un sol que quema al mediodía y una luna que refresca los sueños durante las noches fueron el marco para la entrada universitaria en su aniversario de cuarto de siglo, en que año tras año, los estudiantes regalan a los paceños coloridos singulares, ritmo sin par y la contagiosa alegría de vivir. Para ello se organizan en sonoras comparsas las diversas carreras que imparte la universidad local.

    La rutina anual para los espectadores habituales seguramente les impide notar los dramáticos avances operados en ese segmento de la juventud. Pero para mí, ver ese carnaval juvenil luego de varios años de ausencia me trajo la inevitable comparación con aquel tiempo pasado que no siempre fue mejor.

    La mocedad de 2012 es una que baila, que canta a la vida y que, en sus pasos de cadencia popular y de sones folklóricos parodiando las danzas originarias, confirma la tendencia no de ahora sino de siempre de sellar el mestizaje boliviano con el orgullo de la identidad nacional.

    Los 80 mil estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés ya no son los epígonos de las élites neocolonizadoras del antiguo estado minero feudal, derrumbado por la Revolución Nacional de 1952. Tampoco es la generación sometida a la férrea dictadura militar intoxicada por la guerrilla para combatir en la noche triste de 18 años, ni la nueva progenie conformista emergente de los gobiernos neoliberales que —en minoría— sigue aún sumida en esa espantosa apatía para los asuntos públicos. Como aquel a quien, en una encuesta, alguna vez se le preguntó a qué se podría atribuir la indolencia actual de los jóvenes... ¿a la ignorancia o a la indiferencia? Y la respuesta no se dejó esperar: no sé, ni me interesa...
    En todas las cofradías traslució un notable deseo de retorno a las raíces que no pueden ser otras que el patrimonio indígena, enriquecido con la contribución colonial española que produjo ese saludable mestizaje cultural y biológico. La piel más clara o menos oscura no significaba nada más que un detalle cosmético. Muchachos más altos y garridos. Mozas más fermosas y sonrientes.

    El vigor de los caporales iba de la mano con la femineidad reencontrada de las ninfas paceñas. Otrora, las tímidas doncellas que sólo osaban mostrar  los tobillos, ahora, con gallardía y sana picardía, exhiben sus contorneadas piernas que sujetan apretados calzoncitos de uno u otro color, que despiertan la intriga del público en general, y el fisgoneo de los jubilados en particular.
    Si los chinos despliegan espectaculares paradas militares para exponer su poderío hacia el futuro, la entrada del universitariado paceño marca la vitalidad de la nueva Bolivia, presta a enfrentar desafíos ignotos. 

    Esa briosa ofrenda a los credos ancestrales de la montaña, el valle o el trópico no requirió de wiphala alguna para afirmar la afinidad cultural de la Nación. Bastaron hábiles piruetas coreográficas para trasuntar el contaminante alborozo de ser bolivianos, unidos en nuestra rica diversidad. Confiamos que si los alumnos dedicaran el mismo entusiasmo para estudiar que el que derrochan para bailar, el porvenir de la Patria será promisor.


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